¿Es posible educar sin que intervengan la afectividad y las emociones?
En estos días hemos vivido unas situaciones complicadas en un centro educativo en el que algunos alumnos acusaban a un profesor de agresión física.
El conflicto se ha resuelto correctamente y con moraleja:
Los instigadores de la difamación hacia el profesor han confesado que habían mentido para encubrir otras faltas que habían cometido.
Esto nos lleva, a la comunidad educativa, a plantearnos los límites de la afectividad y del contacto físico, en tanto que puede ser motivo de confusión o utilización interesada por parte de ciertos alumnos o alumnas.
Hay países e instituciones educativas en las que está prohibido el contacto físico entre el profesorado y el alumnado. Imaginemos como coger el lápiz del niño para ayudarle a escribir algo y no tocarlo en absoluto. Al igual que el lenguaje, el contacto puede descontextualizarse y provocar malos-entendidos intencionados. Cualquier palabra puede extraerse de su contexto y utilizarse como parte de una frase o palabra grosera…
En fin, la distancia relacional entre los participantes del proceso de aprendizaje se agranda. El profesorado se retiene de mostrarse afectuoso, de mostrar emociones y de establecer vínculos que pueden tener el contacto como medio expresivo de un mensaje:
«Te comprendo», «ánimo», «así no», «muy bien», «mira de mejorarlo», «vuelve a intentarlo», «no me gusta eso que haces», «felicidades», «choca esos cinco»…
Todos esos mensajes los transmitimos a nuestros hijos mediante el lenguaje hablado, el lenguaje corporal y el contacto.
Es lógico también que el profesorado y el alumnado compartan esos códigos de comunicación.
Sin embargo, cuando surgen conflictos a partir de la difamación directa al profesor para desviar una mala acción del alumno, es cuando te planteas, como comunidad educativa, dónde debemos dejar todas las muestras de afecto, el lenguaje corporal, el tacto y la intencionalidad hablada.
¿Podemos aprender igual sin hacer «un hueco» a las emociones y el afecto? Creo que no, por eso los resultados son más negativos ahora que hace unas décadas.
Los padres contribuimos al pensar que nuestros «retoños» tienen sus imperfecciones, pero «son los nuestros» y dudamos de la palabra y de los hechos del profesorado antes que establecer caminos de diálogo para esclarecer las intencionalidad de lo que nos explican nuestros hijos.
Y no somos tontos, siempre sabemos cómo son nuestros hijos, pero nos resignamos a olvidarnos de sus defectos para no crearles un trauma… No obstante en el futuro se les generará el trauma si no se actúa para evitar que utilicen la difamación como recurso exculpatorio.
¿Es posible educar sin que intervengan la afectividad y las emociones?
Sí, pero no es la educación que quiero para mis hijos.
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